El diálogo interreligioso como motor de la paz

20 FEBRERO 2014 

Juan Pablo GARCIA MAESTRO, OSST 

Artículo publicado en la Revista “Sociedad y Utopía” nº 42 (noviembre de 2013)

 

Georges Bernanos, en su novela Diario de un cura rural, pone en labios del sacerdote protagonista del relato, en el momento de dejar la dirección de la parroquia en manos del joven sacerdote recién llegado, estas palabras: “¡La encíclica Rerum novarum! Tú la lees tranquilamente como si fuese una pastoral cualquiera de Cuaresma. Entonces, pequeño mío, sentimos cómo temblaba la tierra debajo de nuestros pies. ¡Qué entusiasmo! Una idea tan simple como la del trabajo no es una mercancía sometida a la ley de la oferta y la demanda, que no se puede especular con los salarios ni con la vida de los hombres como con el trigo, el azúcar o el café, eran cosas que turbaban las conciencias. Por explicarlas desde el púlpito, me tomaron por socialista”.

Algo muy similar deberíamos hacer hoy con relación a la encíclica Pacem in terris (PT) de Juan XXIII, en su conmemoración de los 50 años de su publicación. La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, debería ser hoy nuestro programa social ya sea desde  el ámbito político como religioso.

La paz no es posible si no establecemos el derecho y la justicia. No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones sin una ética mundial[1]. Las religiones pueden colaborar en la construcción de dicha ética asumiendo una serie de tareas como el trabajo por la no violencia y respeto a la vida; defensa de la naturaleza sometida a la explotación por el actual modelo de desarrollo científico-técnico.  Pero no habrá paz en el mundo si no erradicamos la pobreza en el mundo. Porque la pobreza y las enormes desigualdades entre los seres humanos son el caldo de cultivo de la violencia y  las guerras que existen en el mundo.  La superación de la pobreza trae la paz[2].

El politólogo americano Samuel Huntington en su libro titulado El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial [3], sostiene que “la fuente esencial de conflicto en este mundo nuevo no será fundamentalmente económica. Las grandes divisiones de la humanidad y la fuente predominante del conflicto serán de tipo cultural. En este choque de civilizaciones que se va a producir en el siglo XXI, Huntington asigna a las religiones un papel fundamental, pero no como pacificadoras en el conflicto, sino como instancia legitimadora del mismo. De esa manera continuarían con su tradición bélica que las ha acompañado a lo largo de toda la historia humana. El principal y más agudo conflicto interreligioso se producirá entre el cristianismo y el islam, las dos religiones mayoritarias en el mundo, que como sabemos agrupan a más de la mitad de la humanidad: 2100 millones de cristianos y 1200 millones de musulmanes. El Islam, a juicio de Huntington, constituye una amenaza para Occidente. Y es la civilización menos tolerante de las religiones monoteístas.

¿Pueden las religiones aceptar este planteamiento del politólogo americano?

Creemos que las religiones no pueden seguir siendo fuentes de conflicto entre sí ni seguir legitimando los choques de intereses espurios de las grandes potencias. El diálogo interreligioso debe ser hoy el motor y el imperativo categórico de las distintas tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad.

1. ¿Cuál es la importancia de Pacem in terris?

Publicada apenas a dos años de Mater et magistra, en medio de los dos períodos de sesiones del concilio Vaticano II, Pacem in terris[4] es considerada por muchos estudiosos de la Doctrina Social de la Iglesia el testamento de Juan XXXIII, que falleció dos meses después de su publicación (11 de abril de 1963). Su título indica muy bien su tema y su tesis: “Sobre la paz entre los pueblos, que han de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”.

Pío XII trató con frecuencia tema políticos. Pero, desde los tiempos de León XIII, no se había publicado nunca una encíclica sobre estas cuestiones. Esta segunda encíclica social de Juan XXIII se refiere directamente a las divisiones y los conflictos presentes, haciendo un llamamiento universal por la paz[5].

La paz es, efectivamente, el tema central de la encíclica: la paz entre los pueblos que, según el Papa, no puede existir si no se construye desde sus cimientos, a saber, desde las relaciones de convivencia de las personas. De ahí, el documento establece una gradación desde los más particular a lo más universal, tratando primero, cómo deben regular los hombres sus mutuas relaciones de convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; y finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados y, de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos. Y todo ello, a través de esos cuatro grandes criterios éticos.

Esta gradación marca las cuatro partes de la encíclica, a las que añade una quinta parte para subrayar algunas orientaciones prácticas para la actividad pública de los creyentes.

Para Juan XXIII, los verdaderos cimientos para la construcción de la paz son: el respeto al orden establecido por Dios (cfr. PT, 1) y a la dignidad de la persona humana (cfr. PT, 10). Por eso, ya en la primera parte, al tratar sobre la convivencia entre los hombres, destaca que su fundamento se encuentra en el reconocimiento y respeto de la dignidad de la persona, que se concretiza en un conjunto de derechos y deberes (cfr. PT, 9).

En este punto, Juan XXIII supone un claro avance en relación a la anterior doctrina social de la Iglesia. No sólo elabora y presenta una declaración completa y orgánica de los derechos fundamentales, sino que los sitúa también como fundamento de toda la doctrina política[6].

En la encíclica, los derechos quedan agrupados en cinco grandes bloques: derechos relativos a la existencia y a los medios necesarios para su conservaciones (derecho a la existencia, a la integridad corporal, al alimento, a la vivienda, a la seguridad personal), derechos relativos a la vida del espíritu (a la buena fama, a la verdad, a la cultura, a la libertad religiosa, a profesar la religión en privado y en público), derechos relativos a la familia (a fundar una familia, a educar a los hijos), derechos económicos y sociales (derecho al trabajo, a una retribución justa, a la propiedad privada), derechos civiles y políticos (derechos de reunión y asociación, de participación activa en la vida pública, a la seguridad jurídica).

El documento pontificio subraya que los derechos humanos dimanan de la misma persona, de su dignidad (cfr. PT, 9). No tienen puramente un fundamento jurídico. Además, señala que están unidos en el hombre con otros tantos deberes. Unos y otros tienen la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor (cfr. PT, nnº 11 al 34).

Dando un paso más, la encíclica afirma que no solo las personas sino también las naciones y los pueblos “son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad”. En las relaciones internacionales, la verdad exige reconocer la igualdad entre los pueblos; la justicia, el reconocimiento de los mutuos derechos y deberes; la libertad, el respeto efectivo de la autonomía de los pueblos, sin injerencias ni imposiciones; la solidaridad abre caminos de cooperación.

Dirigida a “todos los hombres de buena voluntad”, Pacem in terris confirma la nueva actitud de diálogo con el mundo que asume la Iglesia. Y estimula a los cristianos a mantener una presencia activa en la sociedad, a expresar la coherencia de la fe y la conducta, a colaborar con todos los hombres en la construcción de una sociedad más justa y, sobre todo, a trabajar y orar por la consolidación de la paz en el mundo.

 

 2. La cultura de  la paz en Juan Pablo II

En el año 2011 se celebró el Veinticinco Aniversario de la Jornada de Oración por la Paz que tuvo lugar la ciudad de Asís, el lunes 27 de octubre de 1986[7]. Fue una iniciativa que el papa Juan Pablo II hizo pública por vez primera el 25 de enero de 1986, durante la clausura del Octavario por la Unidad de los Cristianos, en la Basílica de san Pablo Extramuros. Ese mismo año había sido declarado por las Naciones Unidas “Año Internacional de la Paz”. La invitación iba dirigida no sólo a los cristianos, sino también a todos los que creen en Dios.

También el 13 de abril de 1986, por primera vez un papa visitaba la sinagoga judía de Roma, donde se acercó para orar. Allí fue acogido Juan Pablo II por el jefe Rabino Elio Toaff. En ese histórico encuentro el Papa llamó a los judíos “nuestros hermanos mayores en la fe[8]. Y es así, porque creo que quien encuentra a Cristo, encuentra también el judaísmo.

El papa Juan Pablo II el 14 de septiembre de 1986, en la meditación del Angelus, recordó lo que le ocurrió a san Francisco de Asís, hijo de Pietro de Bernardone, quien intuyó esta sencilla verdad en un momento fundamental de su vida, tras haber participado en un enfrentamiento armado, con ocasión de una guerra entre diversos  municipios. Francisco, derrotado y hecho prisionero, permaneció en la cárcel un año entero. Aquella experiencia le dio una concepción diversa de la vida; lo impulsó a convertirse en auténtico artífice de paz. Un servidor extraordinario de la paz interior social.

El Pontífice citando algunos textos del libro de la Sabiduría, nos decía que creemos en un Dios que ama la vida y no quiere la pérdida de los vivientes (cfr. Sab 1, 13; 12, 26).

La oración es el medio más inofensivo al que se puede recurrir y es, sin embargo, un arma potentísima; es una llave capaz de forzar incluso las situaciones de odio más inveterado.  

Desde la perspectiva cristiana –recordó Juan Pablo II- sabemos que es Jesús quien nos da la paz verdadera (cfr. Jn 14, 27).

Una semana después, el 21 de septiembre informó durante la Meditación del Angelus que las Iglesias cristianas y las otras religiones del mundo habían aceptado la invitación a ir a Asís el 27 de octubre para orar en favor de la paz, en esos momentos tan frágil y amenazada.  A sus vez añadía que “nadie debería maravillarse si los miembros de las diversas Iglesias y de las varias religiones se encuentran juntos para orar. Los hombres y mujeres que tienen  un “animus religiosus” pueden ser, en efecto, la levadura de una nueva toma de conciencia de la humanidad entera por lo que respecta a su responsabilidad común en relación a la paz. Toda religión enseña la superación del mal, el empeño por la justicia y la acogida del otro.

Somos bien conscientes del hecho que “la guerra puede ser decidida por pocos, “la paz supone el empeño solidario de todos”[9]. Más allá de nuestras verdades y divergencias, está el hombre, está la mujer, están los niños de este mundo, a los que todos queremos dar lo mejor que tenemos, nuestra fe que puede transformar el mundo. La fe común en Dios tiene un valor fundamental. Ella, al hacernos reconocer que todas las personas son criaturas de Dios, nos hace descubrir la hermandad universal.

El 4 de octubre de 1986, el Papa Juan Pablo II pronunciaba  un mensaje a los jóvenes de la Acción Católica Italiana reunidos en Asís, procedentes de todas las diócesis y reunidos para orar por la paz. Todo ello como preparación a la gran Jornada del 27 de octubre. El Papa les dijo en su mensaje: “Esta concentración vuestra, tan numerosa, trae a la memoria aquella reunión que la historia franciscana recuerda como el “capítulo” más famoso de los inicios de la Orden –el capítulo llamado de las “esteras”- cuando, en el año 1221, en torno a san Francisco, se reunieron casi cinco mil amigos y seguidores para rezar y renovar la tarea de ser anunciadores del mensaje evangélico sintetizado en la expresión “Pax et Bonum”, Paz y Bien: anunciadores de paz, no sólo de aquella fundada en las relaciones externas, sino también, y ante todo, de aquella interior. La paz que significa misericordia de Dios como nosotros, perdón de los demás, concordia que regenera la estructura de la vida social”.

Ese mismo día 4 de octubre de 1986, Juan Pablo II participó en un encuentro ecuménico celebrado en el Anfiteatro de las Tres Galias, en la ciudad francesa de Lyon. En el mismo tomaron también parte representantes de las Iglesias ortodoxas, armenia y protestantes. Al final del encuentro, el Papa pidió en su discurso a todas las Partes en conflicto en el mundo una llamada ardiente y apremiante para que observaran al menos durante toda la jornada del 27 de octubre una tregua completa de combates. Se dirigió a todos aquellos que tratan de alcanzar metas con métodos terroristas u otras formas de violencia. ¡Qué recobren rápidamente sentimientos de humanidad!

Para que todos seamos verdaderos artífices de paz (cfr Mt 5, 9), es necesaria una auténtica conversión del corazón.

El 22 de octubre de 1986, Juan Pablo II en la catequesis de la audiencia del miércoles, recordó que desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia es cada vez más consciente de su misión y de su deber, incluso de su esencial vocación de anunciar al mundo la verdadera salvación que se encuentra solamente en Jesucristo, Dios y hombre (cfr. Ad Gentes, 11-3).

Sí, sólo en Cristo los hombres pueden ser salvados. Ningún otro puede salvarnos (cfr Hech 4, 12). Pero, ya que  desde el principio de la historia, todos están ordenados a Cristo (cfr Lumen Gentium 16), quien es de verdad fiel a la llamada de Dios, en la medida en que le es conocida, participa ya en la salvación realizada por Cristo.

La Iglesia, consciente de la común vocación de la humanidad y del único designio de salvación, se siente unida a todos y cada uno, como Cristo “se unió en cierto modo a cada hombre” (Gaudium et Spes, 22; Redemptoris Hominis, 22).

Cristo es el centro de la historia, y porque nadie va al Padre sino por Él (Jn 14, 6). Pero nos acercamos al mismo tiempo con sincero respeto, pues en las otras religiones están los “semina Verbi (Nostra Aetate (NE), 2; Ad Gentes nn. 11, 18). Conocemos cuáles son los límites de esas religiones, pero eso no quita en absoluto que haya valores y cualidades religiosas, incluso insignes (cfr NE, 2).

Juan Pablo II aclaró que lo que acontecería en Asís no iba ser sincretismo religioso, sino sincera actitud de oración a Dios en el respeto mutuo. Por eso se escogió para el encuentro de Asís la siguiente fórmula: “estar juntos para rezar”. Ciertamente no se puede rezar juntos, es decir, hacer una oración en común, pero se puede estar presentes cuando los otras rezan; de este modo manifestamos nuestro respeto por la oración de los otros y por la actitud de los demás ante la Divinidad; y al mismo tiempo les ofrecemos el testimonio humilde y sincero de nuestra fe en Cristo, Señor del Universo.

Llegó la jornada del 27 de octubre, en la que se programó con tres momentos cumbre: el Papa acogía en la Basílica de Santa María de los Ángeles a los líderes religiosos llegados a Asís; cada religión se retiraba después a las sedes asignadas para rezar por la paz; por la tarde, todos se encontrarían en la plaza adyacente a la Basílica para unirse en una oración coral por la paz. Hubo representantes de 63 religiones, a las que Juan Pablo II en el saludo inicial se dirigió a ellos con estas palabras: “El hecho de que nos encontremos aquí no implica ninguna intención de buscar un consenso religioso entre nosotros o de negociar nuestras convicciones de fe (…). Veo el encuentro de hoy como un signo muy elocuente del compromiso de todos vosotros con la causa de la paz (…). La paz, donde existe, es muy frágil. Está amenazada de tantas formas y con tales imprevisibles consecuencias que nos obliga a darle unas bases sólidas”.

Pasadas las dos de la tarde, en sendas procesiones, todos confluyeron en la plaza para unirse en la plegaria común por la paz. Especialmente expresiva fue la oración de John Pretty, jefe de la nación Crow en Montana (Estados Unidos), con su penacho de plumas y su pipa de la paz: “¡Oh Gran Espíritu, símbolo de paz, concordia y fraternidad, te pedimos que estés entre nosotros y que nos bendigas hoy”.

Al final Juan Pablo II pronunció un extenso discurso en el que, entre muchas otras cosas, dijo: “Repito humildemente mi convicción: la paz lleva el nombre de Jesucristo. Pero, al mismo tiempo y con el mismo espíritu, reconozco que los católicos no siempre hemos sido fieles a esta afirmación de fe. No hemos sido siempre constructores de paz. Para nosotros mismos, y quizás también en cierto sentido para todos, este encuentro de Asís es un acto de Penitencia”.

“No hay paz- añadió- sin un amor apasionado por la paz. No hay paz sin una voluntad indómita para alcanzar la paz. La paz espera sus profetas (…), la paz está no solo en las manos de los individuos, sino también de las naciones. A las naciones les toca el honor de basar su autoridad a favor de la paz  sobre la convicción de la sacralidad de la vida humana y sobre el reconocimiento de la indeleble igualdad de todos los pueblos entre sí (….). Movidos por el ejemplo de san Francisco y santa Clara, nos comprometemos a examinar nuestras conciencias, a escuchar más fielmente su voz y a purificar nuestros espíritus de los prejuicios, del odio, de la enemistad, de los celos, de la envidia. Intentaremos ser operadores de paz en el pensamiento y en la acción, en el corazón y la mente orientados a la unidad de la familia humana”.

Tres años más tarde, el 9 de noviembre de 1989 caía el Muro de Berlín y desmoronamiento del imperio soviético. Quizás este fenómeno, unido a ancestrales causas étnicas y de otra naturaleza, provocaron en los Balcanes escenarios de una violencia exasperada, ante los que la comunidad internacional parecía incapaz de reaccionar. La antigua Yugoslavia saltó hecha pedazos y, en Bosnia-Herzegovina, los enfrentamientos adquirieron una crueldad inaudita, provocando la muerte de miles de víctimas inocentes, mientras se incendiaban y saqueaban iglesias cristianas y mezquitas. En el Cáucaso, el escenario era parecido.

El 1 de diciembre de 1992, Juan Pablo II anunció que se celebraría en Asís, “bajo la protección de san Francisco, un encuentro especial presidido por el Papa, en el que participaron representantes de todos los episcopados de Europa. Consistió en una vigilia de oración el 9 y en una celebración eucarística la mañana del 10.

En su alocución, dirigía una cordial y calurosa invitación a las otras Iglesias y comunidades cristianas de Europa para que se hagan representar. Esa misma invitación se la hizo llegar a los judíos y a los musulmanes, con la esperanza de que también ellos estuvieran presentes en dicha circunstancia, renovando de alguna manera el memorable encuentro del 27 de octubre de 1986.

Tuvieron que pasar algunos años para que las armas callasen en los Balcanes, pero el panorama internacional se entenebreció de nuevo el 11 de septiembre de 2001, con los atentados en los Estados Unidos, desencadenando en todo el planeta una oleada de miedos, violencias, discriminaciones, represalias, mutuas desconfianzas entre las diversas religiones. En, fin todo lo contrario a lo que se conocía ya como “espíritu de Asís”.

Estos acontecimientos llevaron a Juan Pablo II a que el 18 de noviembre de 2001 invitara a los representantes de las religiones del mundo a venir a Asís el 24 de enero de 2002 a rezar para que se superaran las contraposiciones y para promocionar la verdadera paz. Dijo estas palabras:“Debemos encontrarnos juntos cristianos y musulmanes para proclamar ante el mundo que la religión no debe convertirse en motivo de conflicto, de odio y de violencia”.

Un mes después, el 24 de febrero, el Papa dirigió una carta a los jefes de Estado y de Gobierno del mundo en la que les presentaba el “Decálogo de Asís” y les manifestaba su convencimiento íntimo de que “la humanidad tiene que escoger entre el amor y el odio”.

3. ¿Cuáles han sido los frutos del espíritu de Asís?

En los últimos veinticinco años, la Iglesia católica ha recorrido el camino nada fácil pero necesario de la paz, todo ello bajo el espíritu de Asís. Creo que Juan Pablo II realizó un gesto profético de gran hondura al reunir por primera vez en Asís a todos los líderes religiosos del mundo para orar por la paz. En aquel momento, la palabra globalización o mundialización era desconocida, y en Europa, las religiones no cristianas  tenían una presencia menor. Al convocar ese encuentro en Asís, Juan Pablo II ha marcado un antes y un después en la Iglesia católica. Pero Asís fue un fruto maduro del Concilio Vaticano II, que un Papa del Concilio, Juan Pablo II, se encargó de recoger. Y otro Papa del Concilio, Benedicto XVI, se ha encargado de hacer de nuevo  el jueves 27 de octubre de 2011 en la ciudad de Asís. En el próximo apartado analizaré la originalidad de ese encuentro.

Sin embargo, Asís hubiera podido ser un acontecimiento aislado si alguien no se hubiera preocupado de darle continuidad año tras año mediante lo que se ha venido en llamar la “Oración por la Paz”. Este alguien ha sido la Comunidad de Sant’Egidio, quien con el apoyo explícito de ambos Papas, ha tomado la antorcha de la paz y ha ido convocando cada año a múltiples operadores de paz. Los hombres y mujeres de Sant´Egidio han sembrado las semillas de Asís y han promovido un espíritu de diálogo que han encontrado una respuesta extraordinaria por parte de los líderes religiosos más clarividentes del mundo. El espíritu de Asís ha traspasado fronteras, etnias, lenguas, credos y ha llegado más allá de las religiones, implicando a personas no creyentes, también convencidas del tesoro que es la paz. De esta forma, la Iglesia católica ha tendido puentes entre un sinfín de personas, muchas de las cuales pertenecientes a otras confesiones y religiones.

El secreto del diálogo ha sido la amistad. Así define Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant´Egidio el espíritu de Asís: “Se trata de un pacto de respeto y de paz, cuyas raíces se encuentran en la fe. No hay religión universal para todos ni existe la esencia universal de las religiones. El espíritu de Asís es  una forma de convivencia inspirada religiosamente”[10]. Estar juntos uno al lado del otro, buscando lo que une y evitando lo que separa, intentando comprender las razones de los dos que dialogan, encontrando aquel espacio de densidad espiritual que cualquier hombre de religión identifica cuando se encuentra con otro hombre de religión.

La convicción común obtenida en estos años es que el nombre de Dios es paz y que es posible construir una paz basada sobre la justicia y el amor entre todos. La Oración por la Paz ha desactivado fundamentalismos, que de hecho son traiciones a las respectivas tradiciones religiosas, y ha demostrado que la paz pertenece a la identidad de todas ellas. Ha emergido una fuerza de paz que dice no a la violencia y a la confrontación, y que reúne a muchas personas. El diálogo como método, la amistad como medio y la paz como fin: he ahí el fruto espléndido que nos ha dejado un Papa carismático como Juan Pablo II y que la Comunidad de Sant’Egidio ha continuado cosechando en estos últimos veinticinco años[11].

 

4. Benedicto XVI y el encuentro de Asís del 27 de octubre de 2011

Los encuentros de líderes religiosos en Asís, que como ya hemos recordado más arriba, arrancaron en 1986, gracias a la visión profética de Juan Pablo II, han ampliado su horizonte a todo el mundo este 27 de octubre de 2011, al incorporar por primera vez, a un grupo de intelectuales no creyentes, unidos todos por un común afán a la búsqueda de la verdad y de la paz, y ello gracias a una decisión personal del actual Papa Benedicto XVI. “Es la desembocadura natural de un pontífice, que ha hecho del diálogo fe-cultura-, creyentes-no creyentes, uno de los pivotes fundamentales, y que con ello recupera el diálogo con los no creyentes emprendido por el Concilio Vaticano II, que creó, para ello, un secretariado especial”[12].

4.1. No debemos ceder a la tentación de convertirnos en lobos entre los lobos

Antes de analizar el discurso que Benedicto leyó el 27 de octubre al final de la Jornada de oración por la Paz en la ciudad de Asís, quiero detenerme en la homilía que pronunció en la audiencia general del miércoles 26 de octubre en el aula Pablo VI. En ella destacó algunos aspectos que nos ayudan el sentido de la paz a luz de la Sagrada Escritura.

Para Benedicto XVI “quien está en camino hacia Dios no puede menos de transmitir paz; quien construye paz no puede menos de acercarse a Dios”[13].

Para los cristianos la contribución más valiosa que podemos dar a la causa de la paz es la oración.

Comentando el texto del profeta Zacarías, donde se habla de la llegada de un rey justo y triunfador (Za 9, 10), el Papa afirma que lo que se anuncia no es un rey que se presenta con el poder humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los hombres, un rey distinto respecto a los grandes soberanos del mundo: “montado en un borrico, en pollino de asna”. Él se manifiesta montando el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Es más, es un rey que hará desaparecer estos carros, romperá los arcos guerreros, proclamará la paz a los pueblos (cf v. 10).

¿Quién es ese rey del que habla el profeta Zacarías? Para ello es necesario poner nuestra mirada en Belén donde el ángel anuncia a los pastores una gran alegría que será de todo el pueblo, vinculada a un signo pobre: un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). El ejército celestial canta: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que él ama” (cf Lc. 2. 14). El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero también es necesario poner la mirada en los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entre en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. Las comunidades cristianas, pero en primer lugar los apóstoles han comprendido el actuar de Jesús en la línea de lo que profetizó el profeta Zacarías. Jesús no entra en Jerusalén acompañado por un poderoso ejército de carros y caballeros.  Él es un rey pobre, el rey de los que son pobres de Dios. En el texto griego aparece el término praeîs, que significa los mansos, los apacibles; Jesús es el rey de los anawin, de aquellos que tienen el corazón libre del afán de poder y de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre los demás. De este modo, él es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Un rey que realizará la paz en la cruz, uniendo la tierra y el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres.

¿Dónde vemos hoy la realización de este anuncio? La profecía de Zacarías reaparece luminosa en la gran red de las comunidades eucarísticas que se extienden en toda la tierra. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que excluyen a los demás, para hacer de nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido[14].

¿Cómo podemos construir este reino de paz del que Cristo es el rey?

A partir del pasaje en el que Jesús envía a los suyos para hacer discípulos a todos los pueblos (cf. Mt. 28, 19-21), Ratzinger afirma que al igual que Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. Los envía “como corderos en medio de lobos (cf. Lc. 10, 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. V. 4). El Papa cita a san Juan Crisóstomo, que en una de sus homilías, comenta: “Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la ayuda del pastor[15]. Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria.

 

4.2. Somos peregrinos de la verdad y de la paz “con los no creyentes”

Después de veinticinco años del encuentro en Asís del 1986, Benedicto XVI en su discurso en la basílica de Santa María de los Ángeles, se cuestionaba: ¿A qué punto está hoy la causa de la paz?[16]. Recuerda que aquel entonces, la gran amenaza para la paz en el mundo provenía de la división del planeta en dos bloques contrastantes entre sí. El símbolo llamativo de esta división era el muro de Berlín, que trazaba la frontera entre dos mundos. El 9 de noviembre de 1989, tres años después de Asís, el muro cayó sin derramamiento de sangre. Aquí se demostró cómo el deseo de los pueblos de ser libres era más fuerte que los armamentos de la violencia.

Pero, ¿qué ha sucedido después? Desgraciadamente- afirma Ratzinger- no podemos decir que desde entonces la situación se haya caracterizado por la libertad y la paz. Aunque no haya a la vista amenazas de una gran guerra, el mundo está desafortunadamente lleno de discordia. La violencia en cuanto tal siempre está potencialmente presente, y caracteriza la condición de nuestro mundo. La libertad es un gran bien pero muchos tergiversan la libertad entendiéndola como libertad también para la violencia. La discordia asume formas nuevas y espantosas, y la lucha por la paz nos debe estimular a todos de modo nuevo.

Benedicto XVI señala en su discurso los nuevos rostros de la violencia y la discordia. Son dos tipologías diferentes de nuevas formas de violencia: tenemos ante todo el terrorismo, en el cual, en lugar de una gran guerra, se emplean ataques muy precisos, que deben golpear destructivamente al adversario, sin ningún respeto por las vidas humanas inocentes que de este modo resultan cruelmente heridas o asesinadas. Sabemos que el terrorismo a menudo es motivado religiosamente y que precisamente el carácter religioso de los ataques sirve como justificación para una crueldad despiadada, que cree poder relegar las normas del derecho en razón del bien pretendido. Aquí, la religión no está al servicio de la paz, sino de la justificación de la violencia.

A su vez el Papa recuerda que ha sido a partir de la Ilustración cuando se ha sostenido que la religión era causa de violencia, y cómo eso ha fomentado la hostilidad contra las religiones. Que la religión motive la violencia es un hecho que nos debe preocupar. Pero desde el encuentro en Asís en 1986 quisieron decir –y nosotros lo repetimos con vigor y firmeza- que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción.

Contra eso, se objeta: Pero, ¿cómo sabemos cuál es la verdadera naturaleza de la religión? ¿Acaso existe realmente una naturaleza común de la religión, que se manifiesta en todas las religiones y que es válida para todas? Las respuestas a estas cuestiones, es a juicio de Ratzinger una tarea fundamental del diálogo interreligioso y también del encuentro celebrado en Asís en el 2011. Y añade: “como cristiano reconocemos también que en nombre de la fe hemos recurrido a la violencia en la historia. Lo reconocemos llenos de vergüenza. Pero es absolutamente claro que este ha sido un uso abusivo  de la fe cristiana, en claro contraste con su verdadera naturaleza. El Dios en que nosotros creemos los cristianos es el  Creador y Padre de todos los hombres, por el cual todos entre sí hermanos y hermanas y forman una sola familia. La cruz de Cristo es para nosotros el signo del Dios que en el puesto de la violencia pone el sufrir con el otro y el amar con el otro. Su nombre es “Dios del amor y de la paz” (2 Cor. 13, 11). Es tarea de todos los que tienen alguna responsabilidad de la fe cristiana el purificar constantemente la religión de los cristianos partiendo de su centro interior, para que –no obstante la debilidad del hombre- sea realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo[17].

Una segunda tipología de violencia que señala el Papa es la consecuencia de la ausencia de Dios, de su negación, que va a la par con la pérdida de humanidad. El no a Dios ha producido una crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre ya no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino que solamente se tomaba como norma a sí mismo. Los horrores de los campos de concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia de Dios.

Quizá la tesis más llamativa y lúcida que el Papa destaca en  su discurso es la “decadencia” del hombre, como consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio del clima espiritual. La adoración de Mamón, del tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino únicamente el beneficio personal.

La ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del humanismo. Pero, ¿dónde está Dios? ¿Lo podemos mostrar para fundar una verdadera paz? Aquí Benedicto XVI señala una tercera vía que me parece una novedad con respecto a otros encuentros de oración a favor de la paz. Si vemos como negativo que la religión sea origen de la violencia, como también la ausencia de Dios ha producido también crueldad, ahora es necesario recordar que existe en el mundo en expansión del agnosticismo otra orientación de fondo: personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin embargo, buscan la verdad, están en búsqueda de Dios. Personas como estas no afirman simplemente: “No existe ningún Dios”. Sufren a causa de su ausencia y, buscando lo auténtico y lo bueno están interiormente en camino hacia él. Son peregrinos de la paz y de la verdad. Plantean preguntas  tanto a una  como a la otra parte. Despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas en búsqueda que no pierden la esperanza de que la verdad existe y que nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también comprometen a los seguidores de las religiones para que no consideren a Dios como propiedad  que les pertenece a ellos hasta el punto de sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás. Esta personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios depende también de los creyentes, con su imagen reducida y deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es también una llamada a todos los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero Dios- se haga accesible[18]. Este es motivo del porqué Benedicto XVI ha invitado a representantes de este tercer grupo al encuentro de Asís, que no sólo reunió a representantes de instituciones religiosas. Se trata más bien de estar juntos en camino a la verdad, del compromiso decidido por la dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la paz, contra todo tipo de violencia destructora del derecho.

 

5. La paz en la grandes religiones[19]

5.1. La paz en el Hinduismo (Samadhanam) y compasión budista

En el centro del hinduismo se encuentra la palabra Samadhanam, donde convergen varios significados complementarios: síntesis, armonía, paz y experiencia contemplativa[20]. Sama significa paz, armonía, serenidad; pero no armonía de opiniones, sino armonía que subyace a todo y que permite la unión, sin excluir la polaridad. Dhanam significa don que se recibe, más que don que se da. En esta línea afirmaba Gandhi: “Tenemos que conseguir que la verdad y la no violencia sean asunto no sólo de la práctica individual, sino de la práctica de grupos, comunidades y naciones. Éste es, en cualquier caso mi sueño”[21].

Según muestra el Mahabbarata, la respuesta violenta desemboca generalmente en una espiral de la violencia termina por provocar más sufrimiento alrededor. Precisamente porque la violencia hunde sus raíces más profundas en la naturaleza humana y es siempre autodestructiva, resulta más necesaria la paz. Una parte del Mahabbarata  es la Bhagavad Gita o “Canto del Señor”[22], que Gandhi llevaba siempre con él junto a la Biblia y el Corán. En ella se inspiró para formular su doctrina pacifista.

La palabra paz en el Budismo remite a un estado psicológico de tranquilidad. El budismo pone el acento en la paz interior pero sin descuidar la exterior[23]. La primera es la condición necesaria para la segunda. “En calidad de individuos- escribe Dalai Lama,-, cuando procedemos a nuestro propio desarme interior, contrarrestando nuestros pensamientos y emociones negativos, cultivando las cualidades positivas, creamos las condiciones propicias para el desarme exterior. Una paz genuina mundial y duradera sólo será posible a resultas de que cada uno de nosotros lleve a cabo un esfuerzo interior”.

El monje vietnamita budista Thich Nhat Hanh resume con acierto lo que debería ser el espíritu de compromiso a  favor de la paz por parte de todas las religiones:

“Consciente del sufrimiento causado por la destrucción de la vida, hago voto de cultivar la compasión y aprender maneras de proteger la vida de las personas, animales, plantas y minerales. Estoy resuelto a no matar, a no dejar que otros maten y a no tolerar ningún acto mortal en el mundo, tanto en mi pensamiento como en mi forma de vivir”[24].

5.2. La paz en el Judaísmo

El término hebreo Shalom posee una riqueza semántica que no se refleja adecuadamente en la eirene griega, en la pax latina o en los términos respectivos de nuestras lenguas. Shalom no significa la simple ausencia de guerras; expresa, más bien, una vivencia sazonada de bienestar a nivel colectivo, de serenidad, de salud corporal, de sosiego espiritual y de comprensión interhumana. Remite a un clima de plenitud, justicia, vida, verdad, que incide en el conjunto de las relaciones humanas: políticas, sociales, familiares, religiosas etc… Posee, además, un componente ético, ya que exige un comportamiento humano íntegro, sin tacha. Esta riqueza semántica explica que Shalom se empleara en la religión hebrea como saludo y bendición[25].

El salmista invita a buscar la paz y a caminar tras ella (Sal 34, 15). Ahora bien, la verdadera paz nunca está disociada de la justicia. Sin la realización de ésta no es posible la paz. “La obra de la justicia será la paz –dice Isaías-, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua” (Is 32, 17). Los Salmos proponen la síntesis entre paz y justicia, amor y verdad (Sal 85, 11-12). Resumiendo las distintas tradiciones bíblicas podemos decir que la paz es un proceso dinámico mediante el que se construye la justicia en medio de las tensiones de la historia.

La Biblia describe a Dios como “lento a la ira y rico en clemencia” y al Mesías futuro como “príncipe de paz” y árbitro de pueblos numerosos. Entre las más bellas imágenes bíblicas del Dios de la paz cabe citar tres:

a)  El arco iris como símbolo de la alianza duradera que Dios establece con la humanidad y la naturaleza, tras el diluvio universal (cfr. Gn 8, 8-9).

b)  La convivencia ecológico-fraterna del ser humano –violento él- con los animales más violentos: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito…La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja…” (Is 11, 6-8).

c)  El ideal de la paz perpetua: “Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantarán espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (Is 2, 4).

5.3. La propuesta de Jesús de Nazaret: “Felices los que trabajan por la paz”

En el Sermón de la Montaña (las Bienaventuranzas), que constituyen el núcleo ético del cristianismo, Jesús de Nazaret se distancia de los correligionarios que vinculaban a Yahvé con la violencia y declara felices a los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados “hijos de Dios” (Mt 5, 9). La paz y la no violencia activa son el principal legado que Jesús deja sus seguidores[26]. Sin embargo, su ideal de paz y su práctica de la no-violencia nada tienen que ver con la sumisión al poder o con la aceptación resignada ante la injusticia del sistema religioso y político. Tiene carácter activo, crítico y alternativo. Jesús no rehúye el conflicto ni lo edulcora, sino que lo asume y lo canaliza por la vía de la justicia.

La paz en el Nuevo Testamento no se reduce a la esfera privada, religiosa y metahistórica, sino que posee connotaciones sociopolíticas y cósmicas. La paz y la reconciliación que Jesús anuncia no encubren las contradicciones y los conflictos inherentes a la realidad histórica. Se formulan en un clima de violencia institucional a todos los niveles: político, cultural, religioso, social, económico. No se quedan en la mera tolerancia, en la simple bondad, sino que se concretan históricamente en la denuncia de las causas de las divisiones y de las guerras, y se traducen en la opción por los pobres y en la lucha no violenta contra las estructuras opresoras.

5.4. La paz en el Corán (Salaam y Al-hal)

Al-lah es invocado en el Corán como el Muy Misericordioso, el más Generoso, Compasivo, Clemente, Sabio, Protector de los pobres etc.. Al-lah se le define como “la Paz, quien da Seguridad, el Custodio” (Sura 69, 22)[27].

El Corán afirma que aquellos que entren en el paraíso “no escucharán allí discurso vano, sino solamente: “Paz” (Sura 19, 62). Y a su vez afirma que “no cabe coacción en religión” (Sura 2, 256).

Hay un imperativo coránico que manda hacer el bien y no sembrar el mal: “Haz el bien a los demás como Dios ha hecho el bien  contigo; y no quieras sembrar el mal en la tierra, pues ciertamente, Dios no ama a los que siembran el mal” (Sura 28, 77).

El Corán deja bien claro que no es igual obrar bien que obrar mal, pide tener paciencia y responder al mal con el bien, más aún, con algo que sea mejor (Sura 13, 22; 23, 96; 28, 54), hasta el punto de que la persona enemiga se convierta en “verdadero amigo” (Sura 41, 34).

El Corán llama a perdonar a los enemigos y a renunciar a la venganza:

“Recordad que un intento de resabiarse de un mal puede convertirse, a su vez, en un mal. Así, pues, quien perdone a su enemigo y haga las paces con él, recibirá su recompensa de Dios, pues ciertamente él no ama a los malhechores” (Sura 42, 40).

Es verdad que hay textos en los que Al-lah permite –e incluso manda- a los creyentes combatir. Eso sucedió tras la emigración de Muhammad a Medina, cuando la comunidad es objeto de agresiones injustas y debe defenderse (cfr. Sura 22, 39-40).

El Corán, por tanto, permite combatir en legítima defensa, pero una vez que cese la opresión y se respete la adoración a Dios, hay que dar por terminadas todas las hostilidades (cfr. Sura 2, 193)[28]

 

6. Balance crítico y perspectivas de futuro

Como perspectivas de futuro y desafíos que tenemos por delante, deseamos destacar algunos  que consideramos más  prácticos.

Actualmente existe una preocupación por el problema del relativismo. Es un tema por el que Benedicto XVI ha insistido mucho en sus escritos. Incluso habla de  que vivimos en una dictadura del relativismo[29]. Nadie tiene la verdad, todo son meras opiniones. ¿Es esto lo que viven las demás religiones y el cristianismo por el contrario tiene la verdad absoluta?

A juicio de J. Ratzinger el hombre contemporáneo se ve reflejado en la parábola popular budista del elefante y los ciegos:

“Un rey en las montañas del norte de la India había reunido un día, en un lugar, a todos los habitantes ciegos de una ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes un elefante. Unos tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el costado, la parte posterior, los pelos de la cola. Poco después, el rey preguntó a cada uno: ¿Cómo era el elefante? Y según la parte que hubiera tocado, respondía: Es como un cesto trenzado, es como un carro, es como un contenedor…es como una columna: Entonces se pusieron a discutir a gritos: el elefante es así, o es así, de esta forma, se lanzaron uno sobre otro y se dieron puñetazos, mientras el rey los contemplaba divertido”[30].

Sin embargo, debemos entresacar algunas lecciones prácticas de esta parábola:

a)  Ante todo más que obsesionarse que el cristianismo pueda perder su propia identidad, creemos que humildemente estamos llamados en estos momentos de la historia y en el futuro a compartir nuestra experiencia con las demás religiones. En vez de ser causa de enfrentamientos y discordias, debemos apuntar por una cultura no sólo del diálogo sino del encuentro con el otro que pertenece a otra religión[31].Y en este encuentro hay que apostar por compromisos a favor de la paz, del problema ecológico y los derechos humanos, por la igualdad de las mujeres en la sociedad y en las religiones.

b) En el mensaje de la Jornada Mundial por la Paz, del 1 de enero de 2006, Benedicto XVI destacaba que el verdadero camino para la paz es el camino de la verdad. “En la verdad, paz. Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz”.

Pero, ¿qué es la verdad? Así respondía Pilatos, frente a la afirmación de Jesús de que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad (cfr. Jn. 18, 37-38). Jesús calla, como tampoco necesitaba dar una respuesta teórica, pues la había dado con su coherencia de vida. La verdad Pilatos, es esta: “Ponerse del lado de los pobres y las víctimas”. Este fue el proyecto de Jesús. Porque a Dios, sobre todo, se le practica y no sólo se teoriza sobre él[32].

¿Es esta la verdad que estamos dispuestos a practicar todas las religiones en este milenio? O ¿queremos por el contrario seguir viviendo a partir de una verdad excluyente e incluyente?

También en el cristianismo, para gloria suya a la vez que para la nuestra, existirá siempre una separación entre Dios y nosotros. En esto consiste la trascendencia más misteriosa. Cristo mismo nos lo ha advertido: “El Padre es más grande que yo” (Jn. 14, 28). Así pues, incluso en la religión de la Encarnación de Dios, Jesús en el Evangelio no cesa de recordarnos que hay que volverse hacia el Padre más que hacia él. Puede haber en nuestra teología, y es Yves Congar quien nos lo recuerda, un cristocentrismo que no es cristiano. Podría ser este también, uno de los sentidos del secreto mesiánico. Toda forma de cristianismo que absolutiza lo cristiano (comprendido incluso el mismo Cristo) y su revelación podría incurrir en idolatría

 

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